2007 La sombra de los árboles de Agustín Araque

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VARIOS: La sombra de los árboles
Valencia, Generalitat Valenciana/Ruzafashow Ediciones, 2007

LA SOMBRA DE LOS ÁRBOLES
EN LA LITERATURA

Cuenta la Biblia que «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba confusa y vacía, y las tinieblas cubrían la faz del abismo». O sea, que cuando Dios intentó hacer el mundo, lo primero que le salió fue un revoltijo sin mucho orden ni concierto. Los griegos inventaron para ese primer producto la palabra “Caos”. Así que Dios, por muy Dios que fuera, tuvo que ponerse el mono de faena y empezar a hacer las cosas de una en una y con cuidado. Para lo cual se fue tomando su tiempo: el primer día, antes que nada, creó la luz. El segundo día organizó las aguas. Y el tercero se metió a poner orden en el elemento tierra; conseguido lo cual, hizo que, de los tres elementos primordiales (luz, agua y tierra), surgieran las plantas y los árboles. Y estos ya se encargaron del resto, como bien nos explica la biología.

       Los primitivos vascos y los celtas no iban, pues, desencaminados al escribir sus mitos, donde se trata a los árboles como si fueran dioses, los verdaderos artífices de la creación y de la regeneración constante de la vida. Los leñadores vascos, antes de talar un árbol, recitan (o recitaban, ignoro si siguen haciéndolo) la siguiente plegaria:

       Guk botako zaitugu eta barkatu iguzu.
(Nosotros te derribaremos, y tú perdónanos.)

       De manera que el ser humano procede de los árboles, y no del mono (¡ale, resuelta la gran cuestión!), y busca su sombra y su protección para la mayor parte de sus actividades. Si echamos un vistazo a lo que las distintas generaciones nos han ido dejando en la literatura, podemos comprobarlo.

       Vicent Andrés Estellés ha escrito un poema titulado «La Lloca», que es como se llama al árbol que preside la plaza de Canals. Se trata de un plátano centenario, al que se le ha dado este nombre de Lloca (gallina clueca) como metáfora de lo que significa para el pueblo. Wenceslao Fernández Flórez escribió a mediados del siglo pasado una novela cuyo protagonista es un ser colectivo y vegetal, o sea, un bosque. En El bosque animado nos transmite con veracidad y pasión ese mundo total que habita bajo las ramas de los árboles, entre su sombra, que más que oscuridad es ‘otra luz’.

       La sombra de los árboles está frecuentemente asociada en la tradición literaria a los lugares amables donde poder reposar y sentirse a gusto. Lo que suele llamarse locus amoenus. Ya el primer autor castellano de nombre conocido, Gonzalo de Berceo, al inicio de su libro más famoso, Milagros de Nuestra Señora, lo usa. Aunque tal vez los textos más conocidos sean los de aquel a quien siempre se ha tenido por el padre de la poesía española, Garcilaso, que emplea dicho tópico.

       Y entre los autores valencianos, es preciso recordar a Enric Valor, en cuyas rondalles la sombra de los árboles, su alma, hace acto de presencia a menudo, dando compañía a los seres humanos.

       En El sombrero de tres picos, de Pedro Antonio de Alarcón, hay una parra a la puerta de la casa de la protagonista, que se convierte en el escenario donde sucederán algunos de los principales episodios de la novela.

       En Don Quijote de la Mancha, cuyo autor ahora no recuerdo, hay un capítulo, el de las bodas de Camacho, donde la comida es un auténtico banquete y la fiesta incluye juegos y bailes de todo tipo. Y todo a la sombra de unos árboles buscados para la ocasión. Pero la sombra no siempre es positiva, según la interpretación que hace don Juan Manuel en ejemplo XXVI de El Conde Lucanor. A menudo es el lugar elegido para los encuentros amorosos, y no sólo por lo que el árbol y su sombra tienen de escondite, ya que entonces daría lo mismo cualquier especie. Pero no, señor, no da lo mismo; y si no, veamos lo que les pasó a los impulsivos protagonistas del «Romance del Conde Claros de Montalbán».

       Valle-Inclán ya lo sabe, por eso cuando escribe su Sonata de Otoño utiliza con pulso magistral la mezcla adecuada de influencias. El marqués de Bradomín va a ver a su prima Concha, con quien tuvo una antigua relación amorosa y que ahora está a punto de morir por una enfermedad. En su último paseo juntos: «Recorrimos juntos el jardín. Las carreras estaban cubiertas de hojas secas y amarillentas, que el viento arrastraba delante de nosotros con un largo susurro […]. En el fondo del laberinto murmuraba la fuente rodeada de cipreses, y el arrullo del agua parecía difundir por el jardín un sueño pacífico de vejez, de recogimiento y de abandono».

       Aunque no sólo la sombra del ciprés es nefasta para el amor, también hay otras, como podemos encontrar en las Metamorfosis de Ovidio. Por ejemplo, la morera. Píramo y Tisbe, primitivos Romeo y Julieta, han decidido escaparse ante la oposición de las familias de ambos a su relación amorosa. Lo suyo es escoger un manzano, como se hace en el Cantar de los Cantares, y en el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz, o en el anónimo poema del siglo XIII «Razón de amor». Pero a falta de la sombra de tan poético y balsámico árbol, podemos escoger uno normalito, uno que sirve para todo.

       Sin embargo no siempre es precisa la compañía humana para sentirse acompañado a la sombra de un árbol. En el poema «Ciruelo silvestre», Claudio Rodríguez nos demuestra lo contrario:

Cuando llegue el otoño, con rescate y silencio,
tú no te marchitarás.
Aquí, en la plaza,
junto a tu sombra nunca demacrada,
respiro sin esquinas,
siempre hacia el alba
porque tú, tan sencillo,
me das secreto y cuánta compañía:
en una hoja el resplandor del cielo.
 

       Hay un poema bien hermoso del escritor valenciano Francisco Brines donde se habla de sus juegos de la infancia a la sombra de los árboles. Se titula «El barranco de los pájaros».

       Pasando a otro asunto, una de las actividades preferidas por la mayor parte de los seres humanos es dormir. Hoy en día vivimos casi todos en ciudades, pero hubo un tiempo en que se vivía y se trabajaba en medio del mundo, y cuando llegaba la hora de la siesta no se podía coger el coche o el autobús para volver un rato a casa. O si se viajaba, el trayecto podía durar días, y no era raro que tocara pasar la noche fuera de poblado. Entonces, con cierta frecuencia, se buscaba el arrimo de un árbol, su sombra y su protección de los elementos.

       De modo que, como vemos, los árboles dan la vida, pero también pueden ser usados como instrumento de muerte. Otro caso distinto es el del ciprés, ya mencionado antes, cuya relación con la muerte parece tener que ver con su propia naturaleza. Un libro que es una profunda reflexión sobre ello es La sombra del ciprés es alargada, de Miguel Delibes, donde se nos hace reflexionar en esa peculiar forma de la sombra del ciprés, que parece destinada a llegar lejos, muy lejos.

       El ciprés, no obstante, no es el único árbol cuya sombra tiene esa influencia. Está por ejemplo el nogal, que es el árbol del que hablan, sin llegar a mencionar su nombre, los protagonistas de una escena de «El caudillo de las manos rojas», de Gustavo Adolfo Bécquer.

       No todas las actividades del ser humano tiene un objetivo práctico, algunas veces necesitamos simplemente perdernos por ahí. Y cuando decimos ‘perdernos’ solemos referirnos a irnos solos, pero no tan lejos que no deseemos inspirarnos a la sombra de algún árbol.

       La protagonista de La Regenta, de Leopoldo Alas Clarín, es una joven que vive encerrada entre las cuatro paredes de la casa palacio de su marido. Cuando se enamora (aunque todavía no lo sabe), se va al campo, que en Asturias es enseguida monte. Y allí, despidiendo a la criada que la acompaña, da rienda suelta a sus sentimientos y fantasías.

       Aunque el pionero en estos asuntos, aquel que mencionamos siempre que queremos referirnos al tema, es Fray Luis de León, con su «Oda a la vida retirada», aquella que empieza con “¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido!”.

       Pablo Neruda, en sus memorias, confiesa que sus primeros poemas los escribió también bajo el influjo de sombras vegetales. Una de las funciones sociales más universales de la sombra de los árboles es hacer de espíritu tutelar de los umbrales, dicho en palabras simples: guardar las entradas de las casas.

       La obra de Enric Valor nos sale de nuevo al paso para dar un ejemplo de ello. Y Ovidio aporta también un bonito ejemplo de esto mismo. En este caso se trata de la historia de Apolo y Dafne. Apolo persigue a Dafne, locamente enamorado de ella; Dafne invoca la ayuda de su padre, y éste la convierte en árbol, para preservarla de las eróticas intenciones del todopoderoso dios. Frustrado su propósito, Apolo, en vez de ponerse rabioso, le da mostrarse gentil y adopta el árbol como emblema suyo.

       En Campos de Castilla, Antonio Machado extiende esa función tutelar a toda una región, un pueblo. Así, en el poema titulado «Las encinas». Y en el poema titulado «Recuerdos», vuelve a hablar de ella otra vez.

       La sombra de los árboles tutela, o sea, protege, suaviza, cuida, desde siempre los caminos. En el Mediterráneo, suele ser el pino el árbol que hace esta función. Blasco Ibáñez la utiliza en una de sus más famosas novelas, Entre naranjos. Y Salvador Espriu, en su Llibre de Sinera, insiste en esa sombra-espíritu guardiana mediterránea de los caminos. En Galicia, si damos fe a las palabras de su poeta nacional, Rosalía de Castro, la sombra protectora es otra, y tal vez por ello el alma gallega es distinta. Aunque no siempre la sombra es usada por la literatura para asuntos tan profundos. A veces se la toma solo como elemento decorativo, para situar la acción narrativa. Y vemos muchos textos que comienzan precisamente haciendo ese uso.

       Hablamos de sombra y tendemos a imaginarnos una escena diurna. Pero la luna también hace que los árboles produzcan sombras. E incluso en las noches sin luna, sin otra luz que la de las estrellas, los árboles siguen recibiendo esa luz y filtrándola, según su oficio. El efecto que este tipo de sombras puedan causar solo ha sido percibido por raros escritores, como es normal: lo raro solo llama la atención de ‘los raros’. Y el primero de todos es Bécquer.

       Francisco Brines también ha parado mientes en este tipo de sombras que nos ocupa. Así, en su poema «Nocturno del joven»:

El hombre, entre los árboles, medita
con pasión sus recuerdos. Le rodean
sombras profundas, silenciosas alas
oscuras, más arriba los viejísimos
astros. Piensa que fue su vida luz,
y que los hombres y las cosas eran
dignos de perdurar, porque era eterno
su amor […].

       Y Rosalía de Castro, en su libro Cantares gallegos:

Falta o dia, e noite escura
baixa, baixa, pouco a pouco,
por montañas de verdura.
 
De verdura e de follaxe,
salpicada de fontiñas
baixo a sombra do ramaxe.

       Rayando ya con la mística, lo cual no es de extrañar, puesto que de luz hablamos, podemos hacer una buena colección de cosas ‘extrañas’ que han percibido algunos escritores y poetas. El propio Brines, en su poema «Otoño inglés» habla de la “luz que asciende de la tierra”, y que por tanto debe de dar sombra al cielo:

No para ver la luz que baja de los cielos,
incierta en estos campos,
sino por ver la luz que, del oscuro centro de la tierra,
a las hojas asciende y las abrasa.
Yo no he salido a ver la luz del cielo
sino la luz que nace de los árboles.

       Lo mismo vio Juan Ramón Jiménez, así que no debió de ser una alucinación. Nos lo cuenta en Diario de un poeta recién casado:

       «Desde que está aquí la primavera, todas las noches venimos a ver este árbol viejo, bello y solitario. Vive en la primera casa de la Quinta Avenida, muy cerca de la que fue de Mark Twain, en este sitio grato en que la iluminación disminuye y el jentío, y se sale, como a un remanso, a la noche azul y fresca de Washintong Square, en la que, como en su fuente, se bañan, puras las estrellas, apenas perturbadas por algún que otro anuncio triste y lejano que no deslumbra la noche, barco remoto en la noche del mar.

       Abril ha besado al árbol en cada una de sus ramas y el beso se ha encendido en cada punta como un erecto brote dulce de oro. Parece el árbol así brotado un candelabro de tranquilas luces de aceite, como las que alumbran las recónditas capillas de las catedrales, que velaran la belleza de este regazo de la ciudad, sencillo y noble como una madre».

       Y también Gerardo Diego tuvo la misma percepción, pero éste le sacó más punta al asunto y escribió «El ciprés de Silos», donde esa luz terrenal que recoge el árbol da sombras al mismo cielo creando una alegoría donde, al final, por esa alquimia que tan bien saben ejercer los poetas, todo acaba siendo positivo.

       Pero, regresando a la tierra, que es donde vivimos los seres humanos, hay un poema del poeta José Luis Martínez que me gusta especialmente. En él se habla de que la sombra de los árboles son los ríos que regresan hechos alma vegetal. Y es que, recordad, primero fue la luz, luego el agua y luego los árboles, y ellos amasaron esos elementos y crearon la vida. Y siguen haciéndolo:

EL CAMINO QUE LLEVA A UN ÁRBOL

Es también una rama
el camino que lleva a un árbol,
debes tenerlo en cuenta
                                      si deseas saber
lo que tarda en volverse contra ti
la antipatía, el odio; si deseas saber
adónde se marchó el amor perdido
o cómo hemos llegado al que hoy nos quema,
cómo las selvas tan lejanas
encuentran la manera de ser nuestro pulmón.
 
Es también una rama
el camino que lleva a un árbol
y la fila de hormigas que vemos en su tronco,
y el río que espesó su copa.
 
Por la misma razón que el camino de ida
es camino de vuelta, que el placer y el dolor
nos parecen hermanos.
                                   Por la misma razón  
que en la vejez volvemos a la infancia,
que la muerte nos llega,
que la fila de hormigas sube un tronco
o el río se convierte en sombra.
 
Por la misma razón que es también una rama
el camino que lleva a un árbol.

Agustín Araque Jubete

(Nota: han sido suprimidos fragmentos literales de algunas de las obras citadas.)

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