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José Luis Martínez. Camino de ningún final
Culture Club, el primer libro publicado por José Luis Martínez en 1986 (los poemas de este libro seleccionados aquí lo hacen agrupados bajo el título El concepto de autor, que era inicialmente una de sus partes; además ahora incluye tres poemas inéditos, los titulados «Rico postre», «Retrato» e «Historias de amor») revelaba ya un afán de transgresión poética poco habitual en aquellas fechas, influido sin duda por la herencia de las vanguardias estéticas de primeros del siglo XX y estimulado por un firme deseo de transgredir el riguroso formalismo de gran parte de la que entonces, mediados de los años 80, era la poesía más joven, aferrada, en muchos casos, a unos preceptos decimonónicos, así como, y esta era acaso la causa primordial, por la intención de aventurarse en nuevos territorios poéticos, alejados de los habituales. Quizá por esa razón, junto a poemas en los que predomina la ironía —su uso resulta imprescindible para desdramatizar la experiencia, cuando se intenta construir el poema con los materiales que le dieron fundamento —o los juegos de palabras tan queridos por Ángel González y, mucho antes, por Catulo —que no esconden una sátira a la solemnidad con la que algunos poetas se enfrentan al propio poema—, encontramos lo que podríamos considerar poemas visuales de no menor voluntad transgresora, pues uno de ellos reproduce el impreso de una Licencia de Apertura, otro es un collage de noticias entresacadas de El País y un tercero, el dibujo de un rostro más alegórico que preciso que nos recuerda al Joan Brossa de sus comienzos. Pameos y meopas de Rosa Silla, su segundo libro, publicado en 1989, es, sin embargo, su primer libro escrito, entre mayo de 1984 y junio de 1985. La preeminencia de Julio Cortázar no sólo se manifiesta en el título, sino en las estructura de los poemas que dan cuenta de una historia de amor controvertida, difícil, efímera, una historia contada con ternura, con humor, con algo de irreverencia por parte del personaje que va construyendo su propia vida. De los poemas seleccionados en esta ocasión, el titulado «Escribir sobre Rosa» es uno de los que mejor puede ejemplificarlo: «Toda la vida te voy a escribir,/ en clave de sol, llueva o truene.// Porque se lo merece/ —eso y lo que haga falta—,/ porque es una chavala excelente,/ parca en edad/ y alejada de gustos como el heavy».
Ochos años transcurren hasta que publica Abandonadas ocupaciones (1997), libro que recoge, sin embargo, poemas escritos entre los años 1986 y 1991. Durante este periodo se afianza la vocación del poeta y se percibe un cambio sustancial en el tono y la intención de los poemas, que ahora poseen una inflexión de carácter más trascendente. Sigue siendo una poesía testimonial, pero la ironía inicial ha dado paso a reflexiones de carácter más explícito sobre la creación, sobre la construcción del poema, sobre la escritura como enfermedad incurable. Sin embargo, un poema inédito, incluido ahora en este libro, trata a nuestro parecer, de resituar su escritura restándole lo que el poeta pudiera ver de gravedad sentenciosa.
A FAVOR DEL POEMA DÉBIL
A favor del poema débil
como canal que no puede con la góndola,
del poema desventado,
sin chispa de gas,
nada atlético,
carente de fuerza como los tiempos que corren.
De nuevo la poesía se incardina con la vida. La fragilidad que la sustenta da lugar a unos poemas desencantados en los que el paso del tiempo y el deterioro físico que éste lleva aparejado se presentan al lector como algo irremediable. Desde la renuncia parece construirse la verdadera identidad del poeta, sometido ahora un ejercicio de sinceridad consigo mismo que trasluce una voluntad de resistencia en la que la escritura actúa como cómplice. Las historias que nos narran los poemas, historias que el poeta se cuenta a sí mismo, son un intento de comprensión íntima a través de los objetos —la Olivetti Lettera Pluma 32, por ejemplo— y los acontecimientos, como el poema «Recital que fue una joya». Poemas como «Premura»: «Di lo que tengas que decir, y dilo/ mientras aún dispongas de tiempo.// Mañana podría ser tarde.// Mañana podrías estar muerto.» o «Notas para un epitafio» nos adelantan el camino por el que transcurrirán las inquietudes de su siguiente libro, El tiempo de la vida (2000), que contiene poemas escritos entre los años 1992 y 1998. Como se ve, hay una perfecta sucesión temporal en cada uno de sus libros, lo que ayuda al lector a percibir también la evolución creativa del autor. Los poemas son el escenario donde se verbalizan las incertidumbres, donde el poeta se somete a un examen de conciencia, como en el poema «Misantropía», en el que se advierten ecos de Baudelaire y de Jaime Gil de Biedma. La sátira se dirige contra sí mismo, aunque utiliza el testaferro de la otredad para disimularlo ante el lector. También se incluyen en este libro algunos poemas inéditos, como los titulados «Cuando hablamos de amor» y «De nuevo el primer libro», un alegato a favor de la poesía, no como un divertimento, sino como una parte sustancial de su vida: «Un nuevo libro […]/ será libro si vuelves a apostar/ a todo o nada por la poesía,/ a todo o nada por la vida». El tiempo de la vida es un libro de celebración contenida, a pesar de poemas como «Necesidad de un optimismo ciego», tan fervoroso. «Si acaso, sonreír,/ sonreír siempre, siempre sonreír.// Sonreír hasta que te mueras», que anticipa el que hasta ahora es su último libro, Florecimiento del daño (2007). Vicente Gallego, el autor del emotivo y detallado prólogo, escribe que «José Luis, en estos dos últimos libros suyos, ha devenido más sobrio, más musical —con su música siempre enhebrada con delicadeza en el tono franciscano del discurso—, y también más poderoso en la meditación sobre el sentido de tantas apariencias como la vida nos presenta, no para confundirnos, sino para que nazcan en nosotros las preguntas últimas». La voz que asoma en estos poemas se ha vuelto más lírica, se muestra menos interesada en lo anecdótico y lo narrativo. Ahora hay una celebración de la vida sin máscaras. EL verso se esencializa, se desnuda de lo retórico. Lo cotidiano se trasciende hasta alcanzar categoría de símbolo, lo particular se universaliza, la experiencia individual se torna colectiva, porque los seres humanos están aquejados por idénticas perplejidades y sinsentidos. Florecimiento del daño, escribe Francisco Díaz de Castro, «despliega una prolongada elegía en cuyo interior se afirma, contrastándose, el himno a la materia que da sentido y razón al fervor y a la queja existenciales entre los que se tensa esta poesía». El poema «Ojos de serpiente» (no incluido, sin embargo, en la selección) es paradigmático en este sentido: «Deberías sentirte satisfecho,/ plenamente feliz:/ la vida te sonríe./ Y sin embargo vives sin pasión,/ vives como si el rostro de la vida/ te ocultara su lado amable». Pero, a pesar de este autoreproche, el libro trasmite un amor a la vida incuestionable, comprensiblemente exacerbado en alguien como él, que ha padecido la enfermedad y ha visto tan de cerca el rostro de la muerte, una muerte que no parece temer, porque el regalo de estar vivo, de sentir la vibración del aire en los pulmones o el calor del sol en el rostro, esas pequeñas compensaciones nada ni nadie se lo podrá sustraer. La vida humana parece ser sólo un escalón más en el diseño del cosmos, por eso la muerte se contempla como un mero ejercicio de relajación que conduce a otras alturas, una práctica con la que «Te dormirás: serás un pez./ Despertarás: serás un pájaro./ Hay un mar esperándote,/ hay un cielo esperándote.// La ocasión de resucitar./ La ocasión de vivir de veras». La antología que ahora la editorial Renacimiento ha publicado en edición de quien mejor conoce al autor, su amigo el poeta Vicente Gallego, brinda al lector la ocasión de adentrase en la trayectoria de un poeta de obra breve y, por mor de la precariedad de la edición de sus primeros libros, casi inencontrable, que ha ganado con el tiempo intensidad y sabiduría, convirtiendo el dolor de la experiencia en un meditado y lírico canto de esperanza.
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