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Ante cuatro jóvenes poetas

Por fin algo distinto parece estar produciéndose en la poesía española. Y, naturalmente, en las primeras filas de vanguardia, también en la valenciana. Con lo que, primero a través de César Simón en el número 454 de la revista «Ínsula», luego por medio de Ricardo Bellveser en este mismo dominical de la «LAS PROVINCIAS» y finalmente por mí en el número 413-414 de la revista «El Ciervo», empieza a vislumbrarse con claridad un paisaje que la bruma de los últimos años no nos dejaba ver, tan baja y densa era.

       A este cambio se le pueden dar diversos nombres, según en qué pila lo bauticen. Así, lo hemos llamarse indistintamente «sensibilidad», «poesía transcontemporánea», «potsmodernismo» o «nueva sensibilidad». Pero lo que es seguro es que nos remite a unas maneras de comunicación estética perfectamente alejadas del fenómeno cultural de los «novísimos».

       Viene a cuento este preámbulo de la muy reciente y aparición entre nosotros de cuatro jóvenes poetas: Juan Pablo Zapater, Miguel Argaya, José Luis Martínez y Vicente Gallego. Con ellos se abre a la esperanza un grupo de latidos que se conciertan entre sí, como si se tratase de corazones sincronizados por un hábil relojero que quería dar muestras de cómo hacer unitario, y casi indivisible, lo diferenciado.

       Porque estos jóvenes poetas son muy distintos entre sí. Pero tienen en común, ciertamente, su necesidad -conseguida- de escaparse de los planteamientos diseñados por editoriales y vendedores de cultura enlatada. Tienen, para decirlo en una sola expresión, sangre nueva en la vena. Y eso les distingue, inequívocamente, de la formación literaria que ha venido rigiéndonos durante los últimos quince años.

       Sus libros en preparación, Juan Pablo Zapater La coleccionista de Juan Pablo Zapater, los Elementos para un análisis específico de los poblamientos indígenas de Miguel Argaya, Pameos y meopas de Rosa Silla de José Luis Martínez o Santuario de Vicente Gallego, se leen con facilidad, interés y delectación. ¡Por fin una poesía en la que no aparecen efebos bellísimos tostados al sol con los cabellos ensortijados por el viento ni cuadros de sacristía de pintores italianos de tercera fila encontrados en alguna ignota ermita próxima a Santa María de Arezzo!

       Porque el principal problema de estos tiempos para la lírica ha sido la propuesta uniformadora, la tendencia a la globalización estética que ignoraba o asimilaba contra natura a las individualidades más sorprendentes y difícilmente asimilables al grupo inicial de «los novísimos». Y buena prueba de esa voluntad de hacer la poesía un bien patrimonial -una especie de «poesía anti-social»- es la preparación de grupos continuadores, subsidiarios y aparentemente epigonales que nacerán -según proyectos editoriales en ciernes- con el nombre de «post-novísimos».

       Ante esto las propuestas estéticas que ahora nos llegan de los más jóvenes creadores son, por el contrario, ajenas al diseño editorial. Remite, de una manera manifiesta, el tema de la homosexualidad (tan manido y maltratado por el pseudo-romanticismo liberador de muchos libros precedentes), se hace caso omiso del apunte culturalista con grado de exhibición erudita, se prescinde de los lujos ambientales y las Venecias decadentes. Se habla, por antítesis, de amor, de cotidianidad, de problemas de comunicación, de desengaños acerca de ese brutal entorno conocido como «la realidad».

       Esta generalización no anula, sin embargo, los timbres muy matizados de cada una de las voces. La de Juan Pablo Zapater, de una exquisita pulcritud formal, con una corrección que bordea el manierismo, pero que deja pasar entre sus lindes el aire de una sensibilidad súbita, embridada por el método. O, en sus mismos antípodas, la escritura lúdica de José Luis Martínez. El hallazgo feliz y humorístico en todas sus variantes, incluidas las sorpresas de juegos de palabras, tipo hermanos Marx. Y su trasfondo de ternura, hecho de giros y variantes como a golpes de semáforo -verde, amarillo, rojo- que acaban siempre por dar una visión emocionada de las cosas, tornadiza en su usos, pero recuperable en sus esencias. Y, casi pidiendo orden, reclamando la seriedad del asunto, una indagación culterana como la de Miguel Argaya, que tiende hacia el libro temático, hacia el desarrollo sucesivo de los poemas como grandes construcciones mosaicales que se apoyan una en otras y se explican desde una mirada panorámica, logrando depuraciones del encadenamiento, eslabones de preciosismo, de una sutil intensidad. Y, finalmente, el mundo de Vicente Gallego que se apoya en la mirada desvalidad, estupefacta, que caracteriza a los verdades poetas. Que ensambla con habilidad sorprendente para su juventud -apenas tiene 22 años- el intimismo de lo cotidiano con la riqueza del lenguaje escogido, de la imagen insólita, de la construcción proliferante. Mundo que, reconocido, se nos transforma en extraño, como una casa antigua donde los muebles hubieran sido colocados en el techo, con el mismo orden pero en inversa relación a la realidad en que los conocíamos.

       Estas prometedoras obras, que merecen un nombre superior al de esperanzas, y sus autores nos ofertan la confianza plena de avanzar, de no habernos anquilosado como ápendices de ninguna programación externa. De ser un cuerpo vivo que desdeña los controles remotos por los que parece -o parecía- regirse el panorama poético penúltimo.

       Ahora a los comentaristas y críticos nos va a tocar un trabajo adicional: el de buscar palabras definitorias, adjetivos útiles, instrumentos del lenguaje para abordar la dimensión de una poesía que, así lo creemos, rompe las canalizaciones más soterradas de los tiempos pasados. Pero con una compensación impagable: ya no nos aburriremos al leer los nuevos libros de jóvenes poetas que, definitivamente, han dejado de parecerse a los de antes.

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