Portada » 1990 Rosa Silla, pinturas
La primera noticia que tuve de Rosa Silla fue del nombre de Rosa Silla: daba título a un hermoso libro de poemas , y pensé, naturalmente, que se trataba de un ente de ficción. Nadie en el mundo de los vivos es tan valiente de llamarse Rosa Silla.
Luego resultó que el poeta no se había inventado nada, y en las márgenes del lugar más valenciano del universo corría una Rosa Silla verdadera, dotada con todos los atributos de lo humano. Tomé nota. La ficción –yo soy de los que aún creen eso– supera siempre a la realidad, pero ésta, vengativa, se reserva en nombre de su derecho de prioridad cartas secretas en la bocamanga.
Finalmente llegó otra evidencia de este ser real. No contenta con proporcionar al mundo la realización de su nombre imposible, la mujer en cuestión se dedicaba a deformarlo, a mejorarlo, con el (re)corte y confección de unas obras de arte en las que las nociones de rectificación, rescate y amalgama eran básicas. Me alegré sobremanera en lo hondo de mi persona, también algo vengativa. Yo tenía razón. No se puede impunemente ser Rosa y ser Silla sin que luego nuestro destino no exija a cambio alguna señal, alguna prueba.
«A rose is a rose is a rose is a rose», escribía la norteamericana que nunca se cansó de sí misma. El versículo de Gertrude Stein parecería impedir –y ese era el propósito malsano de toda su obra literaria salmódica y ventricular– el volver a ocuparse poéticamente de la rosa, olerla, deshojarla. El mayor arquetipo de lo bello natural sólo admite una repetición puramente denotativa, un efecto especular. ¿Pero y la silla?
Como hay una ciencia oculta de los nombres que nos conduce y nos resuelve al fin la vida (nuestros padres, los padres de todo el mundo, son los verdaderos artistas fundadores del Destino, en una cadena onomástica que se remonta a los prolegómenos del Génesis y no acabará mientras haya dos seres que sigan juntándose al amanecer para dar voz al producto nonato de su deseo innato), Rosa Silla un día inició su vocación artística, y el resultado –lógico, inexorable– fue esa armonía de contrarios entre lo superfluo y lo funcional, entre la forma indiscutiblemente caprichosa de las rosas y el fondo necesario de todos los asientos donde vamos a parar.
Con más derechos de propiedad sobre lo fortuito que los derivados del famoso encuentro superrealista entre la máquina de coser y el paraguas, Rosa Silla, portadora del más rotundo nombre-collage de la saison, retoca todo lo que tocan sus pinturas (o pintadas), llevando hasta el dominio de su realidad papeles pegados de perfil irregular, fotografías superpuestas, aminales de mentira y gestos de verdad.
Y en la cohesión dispar entre lo pre-existente y lo diseñado que encierra su propio nombre está la cifra que abre a nuestros ojos el entendimiento de unas superficies encontradas pero bien avenidas.
Hablar de los cuadros de Rosa Silla, de su persona en última instancia, es para mí, además de una grata ocupación, de un trabajo de amistad y de amor no perdido, la consecuencia lógica de aventuras editoriales, el inesperado cobro de una libresca e inexistente deuda felizmente saldada: salió ella anteriormente en mis publicaciones, aparezco yo ahora en una suya.
No soy, a buen seguro, la persona más objetiva, imparcial, distanciada. Pero, a cambio, y dado que su pintura no ha sido aún objeto de sesudas tesis ni se ha exhibido, mostrado lo suficiente, poseo información fiable, de primera mano, acerca de sus motivaciones e influencias favoritas; conozco cuál pueda ser su propuesta. Aunque no caeré en erudiciones a la violeta para las que no estoy preparado, dejando así el camino todavía virgen, no hollado a quienes quieran acercarse con la lupa del estudioso, del atacabos histórico-artísticos.
Su forma de producir es total; sin embargo, como ocurre con muchos individuos de incuestionable valía, a duras penas expresaría con palabras su manera de hacer. Está totalmente de acuerdo con John Cage cuando afirma: «Todo lo que sé sobre el método es que cuando no estoy trabajando pienso que sé algo, pero cuando estoy trabajando queda claro que no sé nada». Tenga Descartes, incluso Guillermo Carnero, un método. Y un discurso sobre el mismo. Pero no ella: los encuentra innecesarios como las previsibles pifiadas de las imprentas, tan prescindibles como las presentaciones a cargo de una autoridad municipal debieran serlo. La geometría del crear y del vivir se resiste a ser dibujada. Piensa Rosa Silla que hay que aprender a mirar la realidad no sólo como facilona geometría, sino también como la compleja y dinámica materia orgánica que es. Además, abundan las simetrías difícilmente captables por el ojo humano.
Las obras de Rosa Silla, realizadas en parte con trozos de papel de grandes anuncios, son como espacios reservados para la publicidad de ellas mismas. Quien quiera conocerla un poco más de lo que esta exposición y este catálogo permiten, que se acuerde de ella el día que TVE -o CANAL 9, ANTENA 3 o TELECINCO- reponga Una rubia fenómeno, de George Cukor; con Judy Holliday, Peter Lawford, Jack Lemmon y Michael O´Shea. Le encanta esta película de 1954, con sus vallas publicitarias anunciando todo el tiempo tan sólo este nombre propio: Gladys Glover. No obstante, sus obras no pretenden inducirnos a que las compremos, ni siquiera se matan porque se les preste atención. Se limitan a estar, como lo hace todo cuanto nos rodea en la vida: lo natural y lo articial, lo famoso y lo anómino, lo transcendental y lo trivial, lo público y lo púdico. Y es que estar aquí es mucho -en el mundo; incluso visitando esta exposición.
Profesa muy poco cariño a las superficies inmaculadamente lisas, maniáticamente acabadas, meticulosamente planas, y que más parecen obra de imprenta u ordenador que fruto de la mano del hombre. Hay una hermosa frase de David Hockney que ilustra a la perfección su voluntad de no ocultar de no ocultar del todo el mecanismo, el truco, de dejar al descubierto rastros de la actividad del pintor. Es una cita digna de ser enmarcada -¡valla cita!-; no he resistido la tentación de transcribirla tal cual:
«El collage se está haciendo muy muy popular en todas partes, pero casi siempre es engañoso: intenta no parecer collage. Esto ocurre también en televisión, a menudo.
Ahora bien, el collage engañoso es estalinista. Me explico. Cuando Stalin retira la figura de Trostki de la foto de Lenin, está haciendo collage. Pero no lo dice. Quiere hacernos creer que no lo es, y por lo tanto quiere hacernos creer, gracias a las cámaras, que Trostki no estaba al lado de Lenin. Eso es lo que dice. Claro que esto deja de funcionar cuando la gente descubre que la fotografía puede modificarse. Cuando se descubre eso, no funciona muy bien.
El collage engañoso es manipulador, manipula al espectador al no invitarle a entrar en el espacio y al manipularlo en relación con el mundo. No está bien. Me parece fatal. Pero, ¿cómo se puede combatir eso? Señalando, en cualquier caso, que hay que tener mucho cuidado con el collage engañoso.
Picasso dejaba el pegamento. Se puede ver el pegamento en el collage. Stalin lo escondía, y esa es la gran diferencia. Pero me temo que el estilo de Stalin sigue vigente; quizá de forma inocente, pero se sigue haciendo.»
Sus proyectos más inmediatos son obras murales para la CAM (Caja de Ahorros del Meditérraneo), LECHE PASCUAL y la ONCE. Y no es que estas empresas se las hayan encargado: es que ella le apetece hacerlas. Luego presentará las fotos oportunas al ejecutivo ás o menos cultivado, y sus obras serán adquiridas o rechazadas. Pero a ella, y a todos los que en lo que sale de sus manos y ojos confiamos, lo mismo nos dará: tendremos delante de nosotros, podemos afirmarlo ya, unos buenos cuadros más.
No busca dinero, ni el éxito que trae dinero, ni el dinero que lleva al éxito. Tampoco pretende llegar a ser una gran artista, vivir de la pintura o ganar todos los premios de la contorná, todas esas cosas. Ser extraño, regido por valores radicales, posee una mina de virtudes que hasta olvida explotar. Quizá porque toda tierra fértil, al menos en sus primeras y paradisíacas épocas, bastante contento siente con residir lo suficientemente lejos del poder de la Industria. Y vienen todas disquisiciones morales a cuento de que actualmente cualquiera se vende por bien poco: por quietas amistades de sillón y de gesto, útiles solamente para el elegante salón susurrado; por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma –en bocas de mentira y palabras de hielo.
Espero haber contribuido correcta, adecuadamente, a empezar a bocetar el perfil de una artista de obra ejemplar dotada de un carácter honesto, extrema e inusualmente íntegro, cualidades todas que no se encuentra fácilmente a finales de este siglo XX posmoderno y neobarroco a punto de de palmarla.
Sí, Rosa, te pedían algunas cenefas, algunos redondeles y cuadrados de color naranja, animales que, por encima de tus fuerzas, los percibieras. Sí, es verdad que, como dijera Rilke, las primaveras te necesitaban. Incluidas las de EL CORTE INGLÉS.
No quisiera desaprovechar la oportunidad de agradecer públicamente las palabras con Vicente Molina Foix, Santiago Auserón y José Luis Martínez, unidas a las no menos vivas de Kafka y Horacio Quiroga, han engalanado, vuelto una fiesta la ocasión. Un millón de gracias a los tres. Y gracias también a las personas que, en todo momento, me suministraron sin problemas gigantescos carteles con los que poder trabajar. Callo sus nombres porque, comportándose así de bien conmigo, incurren, por lo visto, en grave falta laboral. Tampoco me olvido del señor de los marcos. Ni del cristalero. Ni de mi perro Taca, irremediablemente muerto, a quien está fervorosamente dedicada esta exposición.