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José Luis Martínez,
una erótica de la creación
EL POETA
Hace más de media vida que José Luis Martínez me detectó, por así decirlo, en las aulas de la Facultad de Filología de Valencia. No resultaba demasiado difícil, porque yo era entonces un cursi que llevaba la carpeta forrada con fotografías de poetas por una parte y reproducciones de cuadros célebres por la otra. Pronto fuimos amigos, primero más por poetas que por otra cosa. Habíamos encontrado respectivamente a un lector, y eso vale su peso en oro para los ansiosos jovencitos. Sin embargo, nuestro cariño tuvo enseguida la oportunidad de demostrar que estaba por encima de cualquier desavenencia estética, pues formábamos una pareja cómica: si José Luis era el poeta vanguardista que venía a mearse sobre la calva de los académicos; yo era de una especie aún más bufa, la del poeta decadente que necesita saturar los versos de caléndulas y corifeos para sentirse a sus anchas. Él vestía de lana sufí contra los encorbatados de siempre; yo me anudaba la corbata también contra los mismos y, para distinguirme de esas grises que usaban los aburridos, las mías, de tan psicodélicas como las encontré, hubieran dejado daltónico al mismísimo crepúsculo. Éramos como el gordo y el flaco de la lírica valenciana, aunque los dos en peso mosca y con pocas ganas de reírnos de nosotros mismos, que íbamos a ser tan importantes. Ya veis que ni dinamitamos la historia de la literatura, ni el mundo, gracias a Dios, ha sabido demasiado de nosotros, si ponemos aparte a esos tres o cuatro lectores beneméritos que tenemos los poetas cuando la fortuna nos dedica la mejor de sus sonrisas. Desde entonces, nos ha dado tiempo a bajar de la calesa de nuestros sueños y poner los pies sobre tierra firme, y ahora sabemos que la poesía no es una cuestión de merecer, sino aquello que ocurre cuando tiene que ocurrir y a pesar de los pesares. A lo largo de todos estos años, José Luis y yo hemos compartido nuestra pasión insaciable por la música y la palabra, hemos intercambiado libros, casetes, vinilos y cedés con ese gusto con que se comparten las cosas más queridas con aquellos que queremos. Y como hay verdadera confianza entre nosotros, ninguno de nuestros libros se ha privado de esa lectura inmisericorde del amigo que contribuye a aligerarlos de adherencias retóricas y otras varias falsedades casi siempre inevitables, y aún más en primera instancia, cuando el poeta se encuentra a solas con su criterio y lo acosan las dudas.
Me llega hoy una carta por vía postal -lo que es un lujo en estos tiempos- de mi amigo, del poeta algo pintor. No ha perdido la costumbre rara, niña, que ya tenía cuando nos conocimos siendo muy jóvenes: ha escrito varios versos incluso en la cara posterior del sobre con lápices de colores. Algunos pertenecen a sus primeros libros, aquellos que escribía en arrebato, en cualquier parte, con una natural irreverencia hacia cuanto oliera a naftalina poética, lo que lo empujó a escribir alguno de los poemas más frescos –pameos decía él, con Cortázar-, más chocantes que he leído.
Es José Luis el único poeta, hasta donde alcanza mi memoria, que ha incluido en el título de uno de sus libros, no sólo el nombre, sino los apellidos de la mujer a la que lo dedicaba; así, ni corto ni perezoso, exultante, me pasó una tarde -en las aburridas aulas de la Facultad de Filología- el original mecanografiado de Pameos y meopas de Rosa Silla. Más que libro me pareció arcoíris en cuanto abrí sus páginas, puesto que no había casi un verso que no hubiera él subrayado con rotuladores fluorescentes, que trazaban un círculo enigmático alrededor de unas palabras, marcaban juegos semánticos del todo malabares o llamaban la atención sobre otras concordancias. Trabajaba así con seriedad, como jugando. Y su juego alumbraba unos versos ante los que yo, que nunca seré poeta tan vetusto como lo fui siendo joven, me quedaba mitad patidifuso y enteramente fascinado. No pudimos acabar la carrera juntos, porque yo salí huyendo de mis invencibles desidias, y él hizo de su capacidad para los esquemas y el subrayado a varias tintas licenciatura bien ganada.
Hace unos días, José Luis, mi primer amigo poeta, me pasó el original inédito de su obra reunida –En el corazón del aire-, en la que había trabajado últimamente procurando dejarla en su mejor expresión. Lo leí, lo disfruté de manera muy peculiar, porque yo era veinte lectores a la vez, todos aquellos que había sido a lo largo de los tiempos; y con todo, brillaba al final del túnel una luz que dejaba los poemas sobre los pañales de un nuevo nacimiento. Me fui a su casa para agradecerle el regalo; quería de paso sugerirle algún detalle. Vive en una casa que da a lo poco de verde que sobrevive en los alrededores. Llamé, llovía con tesón y me cayó todo encima, porque mi amigo anda paso a paso, arrastrando la pierna derecha e impedido el brazo que sobre ella descansa. Hace unos años, José Luis tuvo una hemorragia cerebral, estuvo veinte días (1) en coma entre la vida y la muerte. Volvió después en sí, aunque no le respondiera la parte derecha de su cuerpo. Había perdido el habla. Más valía no pensar de momento en la escritura. No sentía mi mano tomada de la suya, pero no lo abandonaba ni un segundo esa sonrisa suya enamorada del instante. Le leí una tarde el poema que le dedicaba en Si temierais morir, y él, que tropezaba aún con las letras, me dijo: “No entiendo todo con la cabeza, pero el corazón ha oído”. Pasó el tiempo corriendo, y ahora José Luis se apaña de maravilla caminando despacio, con paciencia; me cura de mi mala costumbre de hablar deprisa con su decir pausado y lleno de propiedad; aparece en los actos literarios y todos se lo disputan a la hora de la cena, porque irradia. Cuando voy a visitarlo, cuando lo miro a los ojos, siento que ha vuelto a él ese niño que todos fuimos, capaz de estar presente en su presente, todo sensibilidad e inteligencia traviesa, todo gozo en el hoy, todo uno, todo entero, todo franco. Volverá a escribir, ya lo está haciendo. Y sé bien que lo hará poco a poco con mayor soltura, con más honda transparencia. Ese “abrazo a perpetuidad” con que te despides en tu carta, yo te lo tomo aquí, hermano, en tu casa, en esta página. Pronto quiso la poesía hacerse fuerte en tu alma, y para tu primer libro ya te había regalado este breve poema donde se canta el desprendimiento en que se cumple el arte, nuestra vida: Soy yo el que / a esta pipa roja / le mira el cráter, / de lo que se desprende / humo nada más.
LA POESÍA
José Luis Martínez, como poeta, ha asumido casi todos los riesgos que un poeta puede asumir, y siempre me he preguntado cómo ha conseguido salir con bien de todas sus apuestas, apuestas en las que se ha encontrado inmerso plenamente no por un afán premeditado de hacerles frente, sino por una necesidad interna de sus inquietudes como escritor, que han ido a la par con su intensa aventura como lector devoto. Siempre hizo gala, mi ya viejo amigo, de una generosidad de espíritu que se afirmaba como voracidad lectora, una voracidad llena de criterio que podía demorarse en un texto, cuando el texto lo merecía, durante meses o incluso años. Muy pocos he conocido que supieran hacer de sus hallazgos como lectores, de la admiración rendida, un motivo de tanta alegría como José Luis; y esa apertura suya a la palabra verdadera de los otros, que nunca se rindió a ninguna clase de prejuicios o presuposiciones, no sólo ha hecho de él uno de los lectores más lúcidos y agradecidos que he tenido la suerte de tratar, sino que también lo ha ido convirtiendo en el poeta auténtico que es, porque el amor loco por el arte tiene mucho que decir en el milagro de la creación artística. Descubría José Luis a Yeats, y era como si le hubiera tocado la lotería; daba con el prodigio del último Juan Ramón y ya no le hacía falta que cenara en una larga temporada, de tan cumplido como quedaba. Mucho ha de agradecerle el lector que soy a su necesidad de compartir las cosas que lo merecen, que es una de las más hermosas necesidades del alma convivida. José Luis, como casi todos, comenzó a escribir versos porque amaba los que leía, pero él los amaba como nadie, con un entusiasmo tan sincero como contagioso. No se aprende nada en este mundo si uno no lo consigue por medio del apasionamiento más abrasador y, dado que a José Luis, si exceptuamos la de la gente a la que quiere, no se le conoce casi otra pasión que la del arte, la cual ha sido para él una pasión más viva que la vida, no es de extrañar encontrarlo tan sabio a estas alturas de su camino.
Decía que José Luis ha afrontado casi todos los riesgos en poesía, y que siempre me he preguntado cómo ha sido capaz de salir de ellos regalándonos poemas necesarios. Quizás sea este un buen momento para tratar de responderme esa pregunta, procurando así que el lector encuentre algunas claves de lectura que le serán, lo sé, innecesarias, ya que sus poemas se sostienen divinamente por sí mismos, y que, además, en su aparente sencillez, atesoran una honda riqueza que no se dejará agotar por mis apreciaciones personales. Siendo él como es, un hombre perplejo ante el misterio profundo del arte, se ha sentido íntimamente inclinado a reflexionar sobre el pasmo de la creación en un lugar bastante peligroso para dedicarse a tales menesteres, el propio poema. No se ha perdido jamás, sin embargo, en esos eriales de la llamada metapoesía, porque no conozco a un poeta menos amigo de lo teórico que él, que allí donde pone su palabra consigue que la vida tintinee y huela a vida. Sus poemas metapoéticos -digámoslo así para entendernos- no pretenden otra cosa que cantar y agradecer el don de la poesía; son poemas deseados largamente por su autor, y deseantes de encontrarse con el espíritu de sus lectores para hallar allí una nueva morada. José Luis ha hecho de la espera de la palabra regalada, del alma en vilo un ars amandi, y hasta una erótica en la que caben todo tipo de arrumacos, de reproches y de requerimientos: Que el brillo de nuestros versos / no provenga / del diente de oro de ningún cadáver. / Que poeta no acabe siendo/ una realidad de leyenda/ (unicornio, sirena…), / un signo sin extensión.
Esta erótica suya de la creación, ese intenso deseo de ofrecerse como vehículo de la belleza, es uno de los anhelos sostenidos de su escritura, en la que él ha sabido ser, como pocos, el trovador que canta bajo la ventana de su sola dueña, la poesía, tratando de atraerse sus favores. Hay algo muy carnal en esta relación suya con la palabra deseada, algo que se parece mucho a la lujuria y que, sin embargo, no recibimos bajo la impresión de la obscenidad, porque se trata de una concupiscencia blanca, la del niño que reclama su derecho a crecer y ser feliz en brazos de su madre.
En su búsqueda constante de la palabra viva, de esa palabra que, a fuerza de ser sentida justamente como propia, aspira a la universalidad, José Luis ha pulsado muchos de los registros de la lengua con mano maestra, para terminar por acogerse felizmente a esa sobriedad de hondo calado que distingue sus últimos libros. La claridad en el decir siempre ha estado de su parte, y sus tres primeros libros son toda una lección de hallazgos verbales, cuyos brillos no están reñidos con una verdad emocional irrefrenable que, precisamente por serlo, brota con un ímpetu del todo natural en cada verso. En ellos, José Luis ha sido una cosa muy difícil: el verdadero poeta adolescente, el que tiene el don del candor y al que todo le viene dado, porque nada nos parece postizo en él. En ellos, José Luis ha sido capaz de escribir con total libertad, como si no existiera el juicio ajeno, poniendo toda la carne en el asador: Beso listas por ti / y escondo la barriga más que un cristal. / Por ti lo tengo todo claro, / y riego muy bien, / y las puertas las abro incluso con estilo. En esos primeros libros suyos, José Luis no sólo consigue reunirse con el lector allí donde este no se lo espera, en la inmediatez del exabrupto sentimental, sino que levanta ante sus ojos, con cuatro trazos bien traídos, lo que me atrevería a denominar una metafísica de lo inmediato: Un árbol de morera / es poca sombra, / y encima… /tiene el cielo, / por lo que el de este poema / será un final feliz. Haciendo de la vida poesía, hallándola en la vivencia de su historia sentimental, José Luis firmó uno de los libros más originales, más inclasificables de los años ochenta, Pameos y meopas de Rosa Silla. Un libro donde la temática amorosa se sacude la caspa y nos viene dada con un nuevo poderío, con el descaro del que dice las cosas como las siente: Tu madre te dará de escobazos un día: / nos cagamos en lo más barrido. / Hacen que los engañemos. / Quieren que les doremos la píldora. / Prefieren pensar que las pastillas que tomas / son juanolas. Hizo el poeta en este libro algo realmente difícil, hizo del entusiasmo amoroso oportunidad lograda, pleno derecho de su voz, y lo hizo cantando a la amada con una vehemencia que viene corregida por ese tono suyo tan personal, capaz de atenuar el énfasis -siempre vano- de mil maneras inesperadas: Si Galdós levantara la cabeza, / si su mirada tristona te viera así / -tan perfecta, tan agraciada por la fortuna-, / se moriría por dibujarte: / se le daba muy bien. Celos enfermizos, madrigales sonámbulos, proyectos de enmienda y de vida en común…, todo cabe en este libro donde se canta el viejo asombro de ser joven y descubrir el amor con palabras nuevas que se agitan como peces recién pescados.
Sus dos últimos trabajos, El tiempo de la vida y Florecimiento del daño, se internan un poco más en el terreno que siempre había sido el suyo, su templo, el de la vida cotidiana; y digo que se internan un poco más -en busca de sus sentidos ocultos- porque hacen del presente una mística, la mística de lo imperecedero. Pues lo fugaz, llevado por su verso al ámbito de lo universal, está siempre presente en el vivir del hombre. La poesía última de José Luis Martínez abre a nuestros ojos una realidad transfigurada donde lo concreto adquiere valor absoluto gracias a una mirada que aúna ternura y lucidez, conocimiento e inocencia. Se celebran aquí las cosas que de verdad importan: los afectos, los placeres modestos de cada día, las ilusiones y desengaños, y la ciencia que de tales experiencias se va destilando con los años lentamente. Hay en sus versos una visión siempre entusiasta de la vida: intensidad en el dolor y en la alegría, como si no existiera la tibieza, como si sólo hubiéramos venido para arder, para brillar un instante entre el polvo y la ceniza.
Se enfrenta en estos últimos libros el poeta con la condición humana, y lo hace con una ecuanimidad que sólo la atención es capaz de procurarnos, y así, en el poema titulado «Misantropía», después de arremeter contra esos abusos e incomodidades a que nos aboca a menudo el trato con el prójimo, escribe: Como si no supiera todavía / que la verdad del mundo / no es otra que el amor, / que cuanto diga o haga contra ti / se vuelve contra mí, / que soy mucho peor que tú, / alguien plagado de defectos, / alguien que necesita tu presencia, / que no es nada sin ti, / alguien que debería amarte. Están estos libros llenos de comprensión hacia las dificultades que supone el vivir del hombre, y están por eso mismo llenos de gusto por la vida, por las enormes, inconmensurables cosas que la vida, junto a sus mil problemas, pone cada día a nuestro alcance como si estuviera repartiendo calderilla: las manos de la madre, la música de un saxo, el agua que nos lava el rostro, el bendito resol, el silencio en que se entregan las verdades, o el descubrimiento de ese tesoro, la paternidad. José Luis, en estos dos últimos libros suyos, ha devenido más sobrio, más musical -con su música siempre enhebrada con delicadeza en el tono franciscano del discurso-, y también más poderoso en la meditación sobre el sentido de tantas apariencias como la vida nos presenta, no para confundirnos, sino para que nazcan en nosotros las preguntas últimas: Hace falta una luz, / una luz que nos diga: / sólo existe una casa, una sola persona / -tan semejante en todo a ti y a mí- / pisa la tierra, habita el mundo.
Poemas como «Una edad del corazón», «El camino que lleva a un árbol», «El tiempo de la vida», «Bajo el signo menos», «Florecimiento del daño», «Abluciones» o «Ejercicio de relajación» se encuentran, según mi criterio, entre lo más granado que la escritura ha ido regalándole. Se encierra en estos dos libros finales suyos toda la esencia destilada de su aventura poética, que ha crecido en profundidad sin perder la naturalidad en el decir, que se ha encarado con los temas eternos de la meditación poética sin apelar a lo consabido. El poeta que halló una voz tan singular mediante la puesta en común de sus sentimientos, el que nos mostró con desparpajo los aledaños de su alma, termina por hallar un más hondo conocimiento y nos habla ahora de corazón a corazón: Tu última verdad te espera dulce.
Vicente Gallego
(1) Me dicen que José Luis permaneció en coma dos días en realidad.
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