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El vicio solitario
“El arte es un artificio y lo que importa es el resultado final”, dijo el escritor Manuel Talens en la conferencia que cerró, el martes pasado, el Taller de Narrativa de la UIMP. Durante la charla habló del proceso de creación, ese tiempo largo de trabajo inmenso, vivido a solas, tras el cual aparece una obra literaria. Pero escribir no es una condena -lo más sencillo es abandonar la tarea, tal vez, incluso, antes de empezada-, el escritor disfruta con el hallazgo de un adjetivo preciso, una imagen sugerente o una frase que mantenga el ritmo encabalgado hasta el final.
Escribir es una obsesión, una pasión, casi una necesidad; para algunos quizá la única manera de volcar, disfrazados, esos demonios que se agitan en su interior. Como decía Bernardo Atxaga, ser escritor pasa por el antiguo y sencillo precepto socrático de “conócete a ti mismo”.
Pero, aunque sea interesante, incluso revelador a veces, conocer los modos, maneras, gustos y manías de los escritores cuyas obras nos apasionan -algunos devoramos en su momento el Retrato del artista en 1956, de Jaime Gil de Biedma-, lo más importante es, precisamente, el resultado, esa obra, porque apasiona.
De ahí que el recién publicado libro de José Luis Martínez Abandonadas ocupaciones (Aguaclara), Premi «Tardor» de Poesia de 1996, no llegue a alcanzar ese lugar recóndito y sensible que enciende, como la música, la poesía. No hay que olvidar que, como casi todo lo importante en la vida, esto también es cuestión de gustos.
Sus poemas, bien ritmados, insisten una y otra vez en el hecho mismo de la escritura. Es cierto que la vida -la vida o la muerte o el amor o el tiempo o el olvido- se atisba en los versos de algunos de ellos -«Thriller», «Propósito», «Accidente», «Gorrión» o «Plan de jubilación anticipada»-, pero, sobre todo, aparece esa reiterada obcecación por decir su deseo de convertirse en escritor. Toda la primera parte del libro, las catorce poesías recogidas bajo el explícito epígrafe El oficio de escribir, son creaciones y recreaciones a partir de aquello que debiera permanecer oculto: el proceso de creación. Así, José Luis Martínez llega a confesar «Y en todas sus paredes de cristal / podrías verme / reflejado escribendo/ esto, que no es un poema /sino mis ansias de un poema”; o dice a las “empresas que esperan aún ser acometidas»: «Intentad perturbarme; interrumpidme, / si ello es de vuestro agrado. / Seguiré sin prestaros atención. / Continuaré sentado».
Parece oportuno terminar recordando los versos que cierran un poema de Gil de Biedma: «El juego de hacer versos, / que no es un juego, es algo / que acaba pareciéndose/ al vicio solitario».
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