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2008, 9 abril

Recital en FNAC (plaza de san Agustín, Valencia). A cargo de Vicente Gallego y Agustín Araque.

PRESENTACIÓN DE FLORECIMIENTO DEL DAÑO,
POR VICENTE GALLEGO

Hace más de media vida que José Luis Martínez me detectó, por así decirlo, en las aulas de la Facultad de Filología de Valencia. No resultaba difícil, porque yo era entonces un cursi pedantón que llevaba la carpeta forrada con fotografías de poetas por una parte y reproducciones de cuadros célebres por la otra. Muy pronto fuimos amigos, primero más por poetas que por otra cosa. Habíamos encontrado respectivamente un lector, y eso vale su peso en oro para el ansioso adolescente. Sin embargo, nuestro cariño tuvo enseguida la oportunidad de demostrar que estaba por encima de desavenencias estéticas, pues formábamos una estupenda pareja cómica: José Luis era el poeta vanguardista que venía a mearse sobre la calva de los académicos; y yo era de una especie aún más endiablada, la del poeta decadente que necesita saturar los versos de caléndulas y corifeos para sentirse a sus anchas. Él vestía de lana sufi contra los encorbatados bienpensantes; yo me anudaba la corbata también contra los mismos y, para distinguirme de las grises que usaban los burgueses, las mías, de tan psicodélicas como las tuve, hubieran dejado daltónico al mismísimo arcoíris. Éramos como el gordo y el flaco de la lírica valenciana, pero los dos en flaco y con pocas ganas de reírnos de nosotros mismos, que íbamos a ser tan importantes.

       Importante sólo hay uno y no tiene nombre ni forma, pero eso suele llevar un tiempo entenderlo y aceptarlo. Estuvimos empeñados en escribir, haciendo el mérito y el esfuerzo, urdiendo planes sobre poéticas innovadoras y acariciando los laureles que nos caerían sobre la frente en cuanto el mundo tuviera noticia de la revolución poética que estábamos llevando a cabo, cada cual a su modo y por su cuenta, pero ambos convencidos de estar en el secreto. Ya veis que ni dinamitamos la historia de la literatura, ni el mundo, gracias a Dios, ha sabido de nosotros, a no ser que entendamos por tal a esos cuatro lectores que tenemos los poetas cuando la fortuna nos sonríe. La vanidad es casi necesaria a los veinte años, pero seguir con ella a cuestas a los cuarenta es síntoma de no haber podido abrir los ojos a la realidad. La realidad es, y José Luis y yo comenzamos a verlo con el tiempo, que el poeta sólo escribe desde unas cualidades que le han sido otorgadas por el nacimiento, y que sólo lo hace con verdad cuando la poesía se lo permite. ¿Quién escribe pues los versos, el que está sentado esperándolos sin saber dónde se ocultan, o esa voz que suena de pronto y nos los trae ya hechos y derechos? Uno sólo es el que escribe, la Conciencia, nuestro conocimiento de ser, y muchos los que toman nota. Sabido esto, queda hecha para siempre, con no necesitarla, la carrera de los honores y los parabienes. Lo que queda es el puro placer sagrado de cumplir con un destino, el de la escucha en limpio, al que José Luis se ha rendido como nunca en su último poemario.

       No hace mucho que José Luis padeció un hemorragia cerebral fulminante que lo ha hecho más sabio. Mi amigo José Luis ya no vive en la ilusión del mañana será mi día, porque ha visto que ese día es un ciento volando y que todo se vuela en un segundo. Cuando voy a visitarlo, cuando lo miro a los ojos y escucho su risa enamorada del instante, sé que ha vuelto a él ese niño que todos fuimos, capaz de estar presente en su presente, todo sensibilidad e inteligencia, todo gozo en el ahora, todo uno, todo entero, todo franco. Un día, hace ya algunos meses, cuando su mente aún no estaba tan clara como ahora, le leí un poema algo complejo; al terminar, se me quedó mirando y puso su mano izquierda -la otra no le obedecía- sobre su corazón: “No entiendo todo con la cabeza, pero el corazón lo ha oído”, me dijo entonces. El que así de atento tiene el corazón, ¿para qué va a fiarse de los circunloquios de la mente?

       José Luis volverá a escribir, no me cabe la más mínima duda, porque, visto lo visto, y aquí lo veis, lo que parecía catástrofe se va quedando en nada con el paso de cuatro días y, en cuanto pasen otros cuatro, ya no habrá en él quien se acuerde de lo que ayer padecía, porque el ayer es el nunca, sucedió en un descuido de la mente, en el transcurso de un sueño, y así lo recordamos, en colores sepia desvaídos, otra vez desde el presente, que es lo único que existe en realidad, lo demás son desplazamientos de la imaginación, recuerdos e ilusiones, polvo en el viento. José Luis volverá a escribir con la cabeza tan despejada como antes, pero con el corazón abierto como nunca lo tuvo, y se encontrará con el mejor poeta de sí mismo, uno aún más grande que el muy grande que hoy celebramos. Así se lo deseo y vaticino. Cosas necesarias y hermosas le quedan por hacer, puesto que le ha sido concedido sobrevivir a tamaño desafuero.

       Pero hoy presentamos su nuevo libro, que fue escrito y terminado antes del accidente -su título resulta premonitorio, Florecimiento del daño– y recoge algunos de los poemas más intensos que su autor ha llegado a escribir. Dos o tres notas serán suficientes para orientar al lector, pues estoy convencido de que no hay medio mejor para ilustrar la excelencia de una poesía que su propio enunciado. Las largas presentaciones convienen sólo a los libros incapaces de presentarse a sí mismos a través de sus intensidades. No es el caso del de José Luis, cuya música, siempre enhebrada con sencillez en la apariencia franciscana del discurso, os habrá de convencer de lo que no podrían mis palabras. Florecimiento del daño ahonda en la mística de lo cotidiano que ha caracterizado al autor desde sus comienzos, presentando a nuestros ojos una realidad transfigurada donde lo concreto adquiere valor absoluto gracias a una mirada que aúna ternura y lucidez, conocimiento e inocencia. La melodía suave y el vuelo bien acordado de la imagen vertebran aquí un puñado de poemas en los que el poeta se da cita con el misterio de las cosas más sencillas y verdaderas: la paternidad, la migajas de esplendor que cada jornada nos reparte, la esperanza como imperativo, la humana compañía.

       Si El tiempo de la vida significó su reconocimiento como una de las voces seguras de su generación, este nuevo poemario, que sigue su estela, propone una escritura aún más transparente y emocionada en la que himno y elegía se dan la mano para ofrecernos una visión siempre entusiasta de la existencia: intensidad en el dolor y en la alegría, como si no existiera la tibieza, como si sólo hubiéramos venido para arder, para brillar un instante entre el polvo y la ceniza.

PRESENTACIÓN DE FLORECIMIENTO DEL DAÑO,
POR AGUSTÍN ARAQUE

Hay un momento en la vida de un libro que se parece a los últimos meses de gestación de un ser humano: sus padres no hacen más que barajar nombres para la criatura. Llega a ser una obsesión, ya me entendéis. Y sin embargo, estoy convencido de que el ser que viene trae su propio nombre. Tengo una amiga que está apunto de dar a luz, y ante la indecisión sobre la cuestión del nombre me decía el otro día: sé que cuando le vea la carita lo tendré claro.

       Este libro pasó por muchas alternativas, pero tenía su propia cara, y en el último momento impuso su nombre: “Florecimiento del daño”. Aparte de una brillante paradoja, esconde una clave de sabiduría que lo vincula con el arte trágico de los griegos y un guiño profético sobre el quiebro que la vida de José Luis iba a sufrir.

       Para que me entendáis, he de referir, con el permiso de José Luis, parte de la conversación que tuvimos el martes 20 de marzo del año pasado (2007). Era por la mañana, y el instituto estaba vacío, como todos los veinte de marzo; así que, sin clientes a los que atender, y con un largo horario por delante que cumplir, iniciamos una tranquila conversación. José Luis andaba corrigiendo las pruebas de su libro, que había sido premiado cuatro meses atrás y pronto vería la luz en la Editorial Visor. Se encontraba en uno de esos momentos dulces que nos concede la vida, disfrutando del éxito, ¡del premio!, del reconocimiento y de las felicitaciones de los amigos. Y entre unas cosas y otras, de repente, dio un giro inusual a la conversación y me dijo: Esta noche he tenido un sueño. “I have a dream”, bromeó, parafraseando a Luther King. Me contó que, en el sueño, iba a hacer una reforma en su casa y cuando aparecían los obreros resulta que eran dos poetas amigos suyos. Me dijo sus nombres, se trataba de dos figuras de reconocido prestigio. Le hacían un presupuesto y la obra resultaba muy cara, pero se lo pensaba y decidía que merecía la pena. Y aceptaba. Para mí, que me gusta creer que los dioses, o el futuro o el misterio, nos hablan a través de los sueños, era evidente que éste era puro símbolo, oráculo transparente: la casa, imagen de uno mismo; la obra, anuncio de un cambio; los maestros albañiles, mentores de un nuevo oficio… Le felicité efusivamente, por la transformación que se avecinaba en su vida.

       Cuando justo dos días después sufrió el accidente, yo sabía que estaba pagando el precio pactado, y no había imaginado que pudiera ser tan alto: veinte días en coma y tabla rasa de todo su pasado.

       Pero la desgracia no es más que el reverso de la gracia, como la desilusión lo es de la ilusión, su lado oscuro, y juntas nos asisten en la búsqueda de nuestro verdadero rostro. Los autores trágicos griegos lo sabían bien: la desgracia marca los hitos del encuentro con el que somos, nuestra verdadera identidad nos espera al cabo del dolor y el sufrimiento.

       Esto me has enseñado, José Luis, y esto es lo que me importa hoy compartir con todos los amigos que han venido a estar con nosotros.

       Ya tu libro anterior, “El tiempo de la vida”, anunciaba este giro de tu poesía hacia mayores profundidades. En el poema “Refutación del ingenio” decías:

Me equivoqué al pensar

que, sin necesidad de proponérnoslo,

se está siempre en contacto con el fondo

de las cosas.

                     No vi que me miraban

-turbios, indiferentes,   fríos-

los ojos de la sima

de la verdad y del dolor,

los ojos de unos peces abisales

únicos, dueños del conocimiento”.

Veinte días en coma y al cabo, cuando regresaste al mundo, lo hiciste como un recién nacido, inerme, sin palabras. La primera que pronunciaste fue “poema”, ¿te acuerdas? Durante una semana o más le llamabas a todo poema, y al final tú mismo te reías.

Un año más tarde, hace unos días, José Luis me mostró las notas que había estado tomando para un nuevo poema, el primer poema de su próximo libro, de su nueva casa.