El jugador

Las fichas de valor siempre se juegan
sobre un tapete verde, donde todos
sabemos que se esconde la esperanza.

De niño mis apuestas eran limpias,
canicas transparentes que rodaban
en duelos de colegio, manos puras
haciendo volar cromos por el aire,
deseos que al llegar cada diciembre
confiaban su suerte en una carta
frente a un trío de reyes.

Adolescente ya, jugué más duro
porque amaba el peligro sin apenas
haberlo conocido, porque nada
frenaba aquel impulso incontenible,
rojo impar en mi sangre, cuando el mundo
era sólo el girar de una ruleta.

He de reconocer que después tuve
algunas dulces rachas de fortuna,
pero también sufrí los avatares
de la mala ventura y por si acaso
aprendí a protegerme cada noche
de esas bocas tramposas que besaban
con los labios cargados.

Ahora es más sencillo mantenerse
sereno en el calor de una partida,
medir si la posible recompensa
merece de verdad poner en riesgo
esas últimas fichas temerosas
que guarda como auténticos tesoros
nuestro avaro y experto corazón.

Mas todavía tiemblan estas manos
cuando a veces pasión y azar se unen
y otra reina de tréboles despierta
el as que duerme plácido en el pecho.

Entonces ya no cuentan para nada
la estrategia y el miedo, sólo importa
llegar hasta el final, cubrir la apuesta,
aun viendo que más tarde o más temprano
volverá a derrumbarse ese castillo
delicado de naipes que es la vida.
 

Juan Pablo Zapater, La velocidad del sueño,
Sevilla, Renacimiento, pp. 24-25, 2012