2013_pr6

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Camino de ningún final
(antología poética, 1980-2006),
selección y prólogo de Vicente Gallego

Sevilla, Renacimiento, 2013

 

LA PÉRDIDA DEL MUNDO INTERPRETADO

Los amantes copulan,
intercambian sus flujos.

Por boca de los cuerpos que vendrán,
por boca de los cuerpos que ya han sido,
se hablan siempre sus cuerpos.

Con miradas y olores.
Con el gusto y el tacto.

Pero de esa callada unión,
si esa unión fructifica,
nacen seres bastante bulliciosos,
que pronto entenderán cuanto les digan,
pronto sabrán vivir,
como de una placenta, de un idioma;
pronto sabrán vivir de las palabras.

Aprenden a decir su nombre.
Saludan, se despiden cariñosos,
piden que les contemos otro cuento.
Y adquieren en la escuela, con los años,
nociones de gramática, de historia,
de ciencias naturales, de aritmética,
de música y moral.

Y la prensa empapela las paredes del aire.
Y la radio les zumba en los oídos.
Frente al televisor, sus ojos, nuestros ojos,
se bañan en películas y anuncios.

Nos creemos los dueños de la tierra,
sentimos que la mente es un poder:
si seguimos así, terminaremos
desvelando el enigma,
entendiéndolo todo.

Pero acaba llegando una edad triste,
una mañana aciaga.

La vida nos parece entonces
una novela absurda, una absurda noticia
que comprendimos mal, información
endiabladamente enrevesada.

NECESIDAD DE UN OPTIMISMO CIEGO

Sonreír siempre, siempre sonreír.

A quien nos quiso bien y a quien nos ha tratado mal.
Al número premiado y al incendio.
Al infarto y al cuerpo hermoso.
Al seísmo y al astro favorable.

Puede que todo se merezca
nuestra mejor sonrisa:
la mansión reluciente y el hotelucho infecto,
el jardín y la tundra, el ruiseñor y el topo,
cada segundo que transcurre,
el más abominable ser.

Y puede que tan sólo quienes amen
incluso los defectos de este mundo
hayan sido llamados
                                  a disfrutar la tierra,
no abandonarla nunca.

Perdemos la cartera, nos roban unas llaves.
Secuestran un avión.
                                  Un padre de familia
folla con una puta enternecido,
como si al ayudar a esa mujer
-a una mujer cualquiera-
ayudase también a su mujer,
salvando las distancias,
en su jodido parto.

Sonreír siempre, siempre sonreír.

Quizás un dios benévolo y activo
tome nota de todo
y algún día valore la cara angelical
que siempre le pusimos al mal tiempo.

Sonreír siempre, siempre sonreír.

Tendremos que creer en ese dios
los que creemos sólo en el azar,
ave de altanería que sobrevuela injusta
la vida y la materia inerte.

Los que creemos sólo en que las cosas,
simplemente, suceden.
Y tanto que suceden.
Y acaban siendo nuestra vida.

Poco, menos que poco:
nada se puede hacer.
                                  Si acaso, sonreír,
sonreír siempre, siempre sonreír.

Sonreír hasta que te mueras.

HACIÉNDONOS CARGO DE NOSOTROS MISMOS

Somos lo que nos dejan ser
algunos miserables, unos cuantos idiotas.

Sólo lo que nos deja ser el odio,
lo que nos deja ser la estupidez,
lo que nos deja ser la mezquindad.
Sólo lo que nos deja ser la envidia.

No hay quien se crea ya
que el futuro es un triunfo al que se llega
por el camino del esfuerzo.

Porque pasan los días y, ¿qué traen?
Nada, pasan los años y nunca ocurre nada,
pues da igual lo que hagamos
mientras tengamos tantos enemigos.

Somos lo que nos dejan ser.
Lo que a un amigo que dejó de serlo,
lo que a una compañera de oficina,
lo que a una periodista o abogada,
lo que a un marido infame se le antoje:
lo que un hijo de puta permita que seamos.

Por mucho que discrepe de lo expuesto
la voz de la confianza en uno mismo,
la voz de la confianza en nuestra buena estrella
(serás lo que desees ser),
va a costarnos muchísimo que nos vaya mejor:
somos lo que nos dejan ser
aquellos que nos quieren mal.

Bien poco, apenas una llama débil,
en la que todos soplan.

CAMINO DE NINGÚN FINAL

En todas las personas hay defectos,
en todos los países hay miseria.

Dondequiera que vayas es lo mismo,
es del todo imposible contentarse:
malvivimos en tierras de penumbra,
nos pudrimos de pura ineptitud.

La excepción a la regla, el páramo.
La excepción a la regla, los cadáveres,
los cuerpos que regresan a la nada,
reino de perfección adonde vuelve
la imperfección de nuestra carne,
del mundo,
                  esa bola de materia
sin un escarabajo que la empuje,
el gran error del novelista anónimo
que escribe con la caña de tus huesos
la historia de la vida de la vida,
ese cuento que avanza a duras penas
camino de la nada, del final
de la idea de muerte,
camino de ningún final.

VORACIDAD

Lo digo sin empacho, y hasta el vómito,
atiborrado al fin de claridad:
el rostro de mi hija, hasta en la sopa;
la música de oro, hasta la médula.

Y hasta el empacho y hasta el vómito
este apetito inmenso,
este intranquilo mar,
estómago que se hace agua,
gula que recomienza siempre.

Dulce frecuentación de lo que estimo.
Secreta adquisición de su secreto,
morosa comprensión de su valor.

Conozco porque amo,
amo porque conozco.
Y así será mientras aliente,
hasta que ingrese en la ceniza
y se borre el color de la existencia.

Hasta que no recuerde sus facciones
y se rompa la cuerda del sentido,
su figura tallada a contramuerte,
el cristal de alegría de su voz.

Y otra taza del caldo
                                  que me sirve a mi hija.
Y otro libro, su abismo,
y el deseo insaciable de que al día
le resulte imposible contentarme.

Hasta el fin de la sangre y las palabras,
y el fin de los océanos y el sol.

De lo dicho y de lo callado,
de lo mismo y lo nunca,
del todo y de la nada,
                                   más,
mucho más (más es más).

Doble ración de todo, hasta el hartazgo.
Doble ración de amor, hasta morir.

EL FRUTO DE MIS MANOS

Yo lanzo mi moneda al aire,
le entrego al cielo el fruto de mis manos
y hago un nido en la altura.

Y que en su alado discurrir
dibuje la figura que le plazca,
emule al ruiseñor que se le antoje,
negocie con la tierra, el árbol.

No guardo para mí,
no escamoteo.

Yo lanzo mi moneda al aire,
os traigo mi verdad.

Que ruede…

CON VIDA AÚN

La pelota lanzada al aire,
la madre que amamanta a su pequeño,
una puesta de sol…
                                Del carrusel del ojo
no nos apearíamos: vivimos para ver
(las nubes son caballos, o delfines),
para entrar en la muerte con los ojos abiertos.

Quién fuera como el niño inagotable
que abraza todavía sus juguetes,
se adentra en la tiniebla de los sueños
seguro de saber que si muriera
entraría en la muerte entusiasmado,
contento de saberse con futuro,
con vida aún.

ÚLTIMA VERDAD

Porque la indiferencia y el dolor
se hicieron a la mar,
y bogan lejos,
con ojos entornados,
detenidos,
saborea con calma
la gris melancolía de este azúcar:
la copa helada de este día ardiente.

Con cuánta parsimonia
te bendice la luz,
que te previene:
hay prisa en la brisa.

Con qué acaramelada voz
la boca del verano
te revela un secreto:
la lentitud confita lo que toca,
desecará los frutos del otoño.

Tu última verdad te espera dulce.